Un poco de biografía

Mi nombre completo es Iliana Magdalena Rodríguez Zuleta. Nací en la Ciudad de México en 1969, año en que el hombre pisó por primera vez la Luna. Tal vez por eso, ella se presenta constantemente en mi poesía.
Provengo, como muchos mexicanos, de ancestros españoles e indígenas, pero sé que mis familias habían radicado en la Ciudad por dos generaciones cuando vine al mundo. Por mis venas corre sangre vasca, como se deduce del segundo apellido, y otras tantas sangres misteriosas, muchas de ellas rojas, algunas azulosas y todas empecinadamente temperamentales. Tuve una abuela de apellido nahua y un abuelo obrero aficionado a la fotografía, por el lado paterno; por el materno, una bisabuela linajuda y arrebatada a quien sólo conocí por las charlas familiares y una abuela dulce que sabía preparar maravillosamente el mole. Aún tengo un abuelo silencioso, obrero textil jubilado.
Lectura de poesía en el Palacio de Bellas Artes, México, D.F.
Clausura del XIV Encuentro Internacional
de Mujeres Poetas en el País de las Nubes, 2006.
Mi padre es arquitecto y pintor, y durante su juventud se desempeñó como ayudante del muralista José Alfaro Siqueiros. Mi madre es una voraz lectora. En mis primeros años tuve el privilegio de contemplar, entre otras maravillas, los restos del arte de Pompeya, las piedras hablantes del mundo prehispánico, las grandes obras de la pintura española y las visiones oníricas de Remedios Varo, todo en recintos nacionales.
Vivíamos en Tlatelolco, Ciudad de México, lugar marcado por la batalla final de la Conquista, el 13 de agosto de 1521; la matanza de los estudiantes, el 2 de octubre de 1968, y el trágico terremoto, el 19 de septiembre de 1985. En el mapa de mi memoria, este sitio fue además el escenario de la niña solitaria y aún iletrada que de vez en cuando dictaba a su paciente padre sus primeros cuentos, y de la impúber que leía durante las tardes interminables a Gustavo Adolfo Bécquer en casa y a Federico García Lorca en la biblioteca del ex Colegio de la Santa Cruz. Fue también el escenario de aquella estrepitosa caída de la bicicleta en las ruinas de la Plaza de las Tres Culturas, de las carreras en patines con el hermano mayor y de los juegos con los mejores amigos que el viento se encargaría de dispersar.
Aprendí a leer y escribir antes de entrar a la primaria con una maestra de nombre Rosita, quien quiso que fuera ambidiestra, y a quien yo hacía trampa haciendo los ejercicios sólo con la mano izquierda. Estudié la primaria y la secundaria en escuelas públicas, en las que tuve algunos entrañables profesores.
En 1984 ingresé a la Escuela Nacional Preparatoria, por aquel tiempo turbulenta y muy diferente de la que conocieron Frida Kahlo y los Contemporáneos. Participé, sin pena ni gloria, en el movimiento estudiantil de 1986, mientras me embelesaba con los poemas de Miguel Hernández. En esa época también estuve en un taller de poesía dirigido por el chiapaneco Óscar Wong.
A fines del mismo año, publiqué mi primer poema en Vuelta, revista, como se sabe, dirigida por Octavio Paz hasta su muerte. Se trataba de un palíndromo, poema que se puede leer al derecho y al revés, y que anunció fallidamente ser también una décima. Esta prematura e inmerecida publicación enardeció mi inquietud literaria, que abandonó desde entonces la narrativa y se encaminó a la lírica.
En 1988 decidí probar suerte en la carrera de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. En sus aulas escuché a grandes profesores y tuve mi primer acercamiento a algunas obras que me marcaron para siempre, como el Primero Sueño de sor Juana Inés de la Cruz y la poesía prehispánica. Además, participé fugazmente en un taller, fuera de la Facultad, que tenía el poeta Juan Bañuelos.
Justo a la mitad de mis estudios, presenté mi examen para entrar al diplomado de creación literaria de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México. Para mi sorpresa, me aceptaron. Tuve maestros como Carlos Illescas, Hugo Argüelles, Vicente Leñero, Ethel Krauze y Xavier Robles, a quienes, más que comprender, sólo pude intuir por entonces.
A finales de 1991 concluí a la vez el diplomado y la licenciatura. A principios de 1992 inicié otra época de mi vida, con segura y buena compañía. Ya avecindada en otros rumbos de la Ciudad de México, comencé a escribir por las noches la tesis y por las mañanas a trabajar como profesora de Literatura de bachillerato. Después de una desafortunada y corta experiencia en una universidad privada, regresé como maestra a la Escuela Nacional Preparatoria. Me di cuenta de que no sabía nada.
Iliana Rodríguez, Claroscuro,
México, Mixcóatl, 1995.
En horas hurtadas e inciertas, seguí escribiendo poesía. En 1995 publiqué mi primer poemario, Claroscuro, en las recién fundadas Ediciones Mixcóatl. Su aparición se debió, en varios sentidos, a mi paso por la Escuela de Escritores: desde luego, porque allí me enseñaron los rudimentos del oficio, pero también porque Mixcóatl surgió como un proyecto alternativo de varios profesores y alumnos de la Escuela, y, finalmente, porque fue mi antiguo maestro, Carlos Illescas, quien le dio la bienvenida en el comentario de la contraportada a una poesía en la que creyó descubrir la presencia del azul. Yo descubro, más bien, el presagio de mis obsesiones y cierto impudor del que quisiera arrepentirme.
También en 1995, me titulé de licenciada con una insegura, pero emocionada tesis sobre la poesía de León Felipe. El escritor español me hirió con su palabra profética. Supe de él la técnica dialogística aplicada a la poesía y las voces bíblicas que me persiguen hasta la fecha.
Debido en parte a la lucha por la supervivencia y en parte a mi soberbia intelectual, decidí en 1996 estudiar la maestría en Letras, también en la Universidad Nacional. Conseguí una beca del Consejo Nacional para la Ciencia y la Tecnología que me permitió enriquecer mi dieta alimenticia tanto como mi dieta espiritual. Leí, bajo la tutela del poeta Vicente Quirarte, a Gilberto Owen y a José Gorostiza y, con la ayuda de una dedicada profesora, Piedra de Sol de Octavio Paz. Mi segunda tesis se presentó a la réplica en 2001, menos insegura que la anterior, pero también menos emocionada. Traté en esa ocasión de Muerte sin fin de José Gorostiza, con quien aprendí que la poesía constituye una investigación de esencias y que se arriba a ella, no solamente con la intuición, sino sobre todo con el rigor.
Relim – Revista de Literatura,
publicada por Ediciones Mixcóatl.
Siendo maestra de la Nacional Preparatoria, en 1999 participé en la fundación de la Revista Electrónica de Literatura Mexicana (http://ilianar.tripod.com), considerada, no sé si con razón, como uno de los diez mejores sitios de Arte y Cultura en México durante el año 2000 por la compañía iBest. La revista tuvo su contraparte impresa, Relim, que publicó Ediciones Mixcóatl. El escritor Paco Pacheco, director de la editorial, nos brindó su amistad y apoyo.
 
Según mi incurable costumbre, seguí escribiendo poesía mientras cambiaba de trabajo y trataba de sobrevivir a los embates del mundo académico. A finales del 2000, ya como ayudante en El Colegio de México de un lingüista tan erudito como impredecible, entré al doctorado en Letras, de nueva cuenta en la Universidad Nacional. Conseguí otra beca y dejé mi ayudantía. Por esos años también fui profesora de licenciatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana, experiencia que disfruté mucho.
Iliana Rodríguez, Efigie de fuego,
Toluca, Instituto Mexiquense de Cultura, 2003.
En 2003, al tiempo que ejercitaban mi paciencia en cierta revista de la Universidad Nacional, concluí mi segundo poemario. Efigie de fuego, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, representó para mí la vislumbre de un camino. Allí me percaté de la batalla con el Ángel de la Palabra, que no puedo concluir aún. Y sobrevinieron las resonancias de todos mis fantasmas: la Luna lorquiana, el diálogo sombrío de León Felipe, el rigor de Gorostiza, la granada de Owen, la oscura nitidez de los poetas de los Siglos de Oro, las lejanas voces del haikú, la poesía popular española y otros que llegaron inexorablemente. Quise explorar el espejo en tanto que testimonio de identidades y alteridades, así como el fuego que esculpe su propia efigie en el misterio.
El 2003 fue también el año de mis primeros viajes al extranjero. Con ojos azorados contemplé un Buenos Aires tan herido como majestuoso y la Biblioteca de mi amado Borges en su Calle México. Meses después, los mismos ojos me brindaron la inigualable experiencia de mirar por primera vez la Plaza Mayor de Madrid y el terrible Guernica de Picasso.
A contracorriente, logré terminar en 2005 mi tercera y prolija tesis, que en esta ocasión trató sobre sor María de la Antigua, una monja poeta de los Siglos de Oro. Con los místicos españoles aprendí el arte de la palabra arrebatada por aquella otra luz.
Meses más tarde, después de haber sido por breve y alegre tiempo profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana, realicé un tercer viaje. La Habana, melancólica en sus edificios y alegre en su música, confirmó mi pertenencia a la patria grande.
He seguido luchando con el Ángel de la Palabra en estos tiempos de oscuridad mundial. Antiguas y nuevas voces han venido a unirse al coloquio que me gusta sostener con los fantasmas. Espero terminar pronto mi tercer poemario, como siempre en los ratos que me permite mi actividad docente, esta vez en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México que tan generosamente me abrió sus puertas.
 
Me siento plena en todos los sentidos, aunque sé que nadie permanece indemne. Para mi trayectoria emocional, prefiero remitir al paciente lector a mis poemas. Allí se encuentra el verdadero viaje alrededor de uno mismo.
Ciudad de México, febrero de 2006
© 2006, Iliana Rodríguez.

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