Raquel Mosqueda Rivera
Iliana Rodríguez, Efigie de fuego, Toluca, Instituto Mexiquense de Cultura, 2003 (Piedra de Fundación).
Toda poesía traduce, fundamentalmente, una búsqueda. Compete al lector descifrar el mapa trazado por el poeta para descubrir el qué y el cómo de tal indagación. En Efigie de fuego, Iliana Rodríguez propone, a la manera de los antiguos navegantes, una cartografía precisa, un exacto sistema de coordenadas, cuyas intersecciones designan rutas prodigiosas, anhelados naufragios. En las siguientes líneas me detendré sólo en algunos de los muchos ejes de las conspicuas señales que alumbran esta travesía en sí misma luminosa.
Coordenada 1: El goce/Los sentidos
«Deleite», poema que abre el libro, prefigura una deseo: nombrar el hallazgo, capturar lo fugaz, compartir el asombro.
Quiero decir la alta soledad del árbol,
sus pájaros de sombra,
[…].
Quiero decir el aroma de la tierra,
el eco de los cielos.
El segundo de deleite
que me obsequia el infinito.
Tal pretensión se cumple acabadamente; cautivo el instante, lo que sigue es participar del goce con que, a su vez, nos ha obsequiado la poeta. La travesía comienza, el viajero parte de puerto seguro.
Rubí de pulpa
es la granada.
Morenos brillos
sangran al alba.
Homenaje y eco, tanto «Granada», poema del que proceden los versos anteriores, como la siguiente estación del itinerario, parecen responder a la voz de un García Lorca que pregunta insistente: ¿Dónde está mi luna?
Corre, que rodará la luna al rato.
[…]
Corre.
Es una hostia terrible…
Corre.
para consagración de este milenio.
Corre.
¿Qué cuentas rendirás a los poetas?
Los sentidos en vértigo, cada una de las instantáneas re-escriben un poema. La hostia se transforma en una lenta naranja. El viento juguetón define al árbol, el mar se resume en un caracol:
quiere con olas
quebrantar la tersura
que lo aprisiona
Una cierta mirada, sensual, dulce, imperiosa, se detiene en la fuente o delante de la estatua:
Senderos sobre cristales
en los ojos las gaviotas
la tortuga los ocasos
el sudor la miel y el ámbar
Llenos de ecos, húmedos los ojos de mar y arena, avanzamos sin mirar atrás hacia uno de los destinos de nuestro viaje: el naufragio.
Coordenada 2: Los espejos/El naufragio
Sin duda, varios de los poemas que integran Efigie de fuego revelan el éxodo al interior de un espacio cuya fría belleza no puede sino definirse en el horror y el vértigo, me refiero al espejo, suerte de tránsito hacia el centro del viajero mismo.
En un orbe fingido de caobas
mi espejo fulge:
bebe todas las luces de los astros,
matiza en todo azul sus resplandores.
Ventana, claridad inaccesible,
ojo del cielo que me mira.
Basta sólo un leve descuido: justo en el instante en que la mirada se desliza del espejo hacia la ventana, da comienzo la invasión. A través del implacable demonio de la duda, esta llana superficie inflige una irremediable ruptura en la realidad:
(¿Se encuentra en mí,
se enamora en mi rostro de Su rostro?
[…])
Los límites del espejo comienzan entonces a ensancharse, a crecer. Del mismo modo, adquiere otros nombres, formas diversas:
Pudiera ser también que los espejos
no sean más que parias siderales:
malos cometas, estrellas indigentes,
precoces soles, ebrios meteoritos.
Pudiera ser también -hay que pensarlo-
que fueran solamente los caídos:
Ángeles Ahogados
en su privado Golfo de Soberbia.
Con el próximo movimiento, el espejo deja de ser un objeto unidimensional; la voluntad de la palabra le ha otorgado espesor y volumen. Surge entonces el tiempo a manera de un nuevo signo; hablamos, sin embargo, de un tiempo distinto, de un tiempo que consigue detenerse:
Pero cuando los ángeles se miran
nace una perla,
un estanque perfecto de silencio,
una pausa de tiempo inexplicable.
Una ráfaga estática de azoro.
La prosecución de la ruta señala el cruce de los ejes. El espacio y el tiempo confluyen, el espejo cobra vida; podría decirse que, a fuerza de imitarla, ha conseguido adueñarse de la vida que refleja:
Quizá también -¿por qué no lo meditas?-
merezcan los espejos tus aplausos.
Son actores que fingen tus papeles,
camaleones
que visten con tus ropas
en su invertido mundo de reveses.
Es ahora el propio rostro quien, en amoroso delirio, busca la existencia que el espejo le ha arrebatado:
Tal vez también
tú seas el espejo
de quien buscas detrás de los cristales.
Reflejo enamorado de su rostro.
El Yo comienza a perder corporeidad, a desdibujarse. A su demanda responde la sombra y la completa ausencia de sí mismo.
Sombra que por el mundo añora al cuerpo.
O cuerpo que persigue
las huellas inodoras de su sombra.
[…]
O negro espejo de los ciegos.
O vampiro con sed eternamente
de encontrar el espejo que te mire.
En tanto la duda cobra preeminencia, el rostro pierde sus contornos. Poco a poco, el espejo le ha vaciado de sus rasgos, se ha apoderado de sus gestos:
Puede ser -también- que no haya un rostro,
que seamos reflejos de reflejos,
un símbolo vacío,
una copa que bebe vacuidades.
Acaso esta búsqueda del rostro en el rostro mismo conduce hacia el definitivo desastre: ¿cómo recuperar al náufrago del espejo?
Hay quien afirma, sin embargo,que espejo frente a espejose llena de infinito.¿No quieres ser mi espejo,no quieres completarme el infinito?Que en este mar, en este vidrio,
en esta luna, esta ventana,
en este espejo tuyo
mis sombras se refracten como luces.
El viaje termina donde comenzó: de nuevo la búsqueda, el espejo, la ardiente sed de naufragio.
Ojos que en mis ojos se descubren,
espejo que se mira en este espejo:
acude a regalarme tu infinito.
Última coordenada: El fuego/La batalla
Rostro de puertas cerradas, la efigie espera; es precisamente en «Efigie de fuego», poema que da nombre al libro, donde con mayor vigor se cincelan las facciones del rostro:
Eres humo serpiente que se enrosca
en los troncos ocultos del anhelo,
eres fantasma que vitral se finge
en catedrales de nocturno nácar,
eres la sombra que camina un paso
adelante de tántalos insomnes.
Una efigie de fuego cuyas caras
se suceden por vértigo en las otras,
esculpen su silueta incomprensible,
única en una, a fuerza de ser todas.
Brújula, tea, mapa, meridiano,
arca, columna, torre, faro, umbral,
bruma, espejismo, mareo, neblina,
temor, desmayo, rúbrica en el río.
Forjado a fuego, limpio, purificado, surge, fruto del asedio y la batalla, el auténtico rostro del poeta; hablo de la palabra. Sólo hacia el final del libro, con el poema titulado «Poética» es que se confirma una tensión que, fascinados por la plasticidad, el ritmo, el vértigo, la rotunda claridad de cada poema, dejamos de lado. «Poética» traduce la lucha que la poeta ha entablado en cada verso, en cada línea, en cada sonido:
Si has de vencerme, he de luchar contigo.
Te asediaré la noche entera.
Hasta rayar el alba
lucharemos.
[…] La Flama de los Rostros:
tendrás que bendecirme.
He visto -sin sangrar- tus luces negras.
Me atrevo a afirmar que somos nosotros, los lectores, los principales beneficiarios de tal combate. Si como afirma Cardoza y Aragón, «La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre», con Efigie de fuego Iliana Rodríguez nos regala, además de muchos segundos de deleite, un poquito de existencia.