De los pigmentos a los sueños, los colores y la poesía, en Iliana Rodríguez
Moisés Ramos Rodríguez
- Iliana Rodríguez, Pigmentos para la melancolía, México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2024.
Al inicio de estos Pigmentos para la melancolía, Iliana nos describe qué son los pigmentos, esos elementos que, generalmente, usan los pintores.
Después, nos lleva a sus catorce años de edad, cuando le crecieron alas y voló cerca del sol, lo que, posiblemente, hizo que la cera con la cual estaban unidas las alas a su cuerpo se hayan desecho. Mas hubo otro hecho relevante: ahí, de ese modo, la poeta conoció las visiones.
Y así, nos cuenta, se vio con “la piel pajiza / el hígado con llagas”, cual Prometeo, pero también, como otro mirador de girasoles, comenzó ella a ver, tal vez desde un mundo flavo (al menos en la primera parte del poemario), cómo esplende el mundo.
Antes de concluir sus visiones en las diversas tonalidades de amarillo, la poeta acepta que probó del rojo embriagador que cura, pues era mejor un momento de aquella luz que una vida a oscuras: a quienes probaron de aquello les sanaba, les hacía, como a los poetas, ver visiones. Pero siguió cayendo. “¿Por qué?”, pregunta el lector, seguro de haber visto un equilibrio en el probar de aquella luz, de aquel iluminador fuego que, sin quemar, arde en ella.
En la sección del color naranja, la poeta recuerda cómo nació la visión sobre la eclosión de la vida, en una tierra a la que no ha regresado, porque la llenaron de sangre.
Aquí vemos cómo nuestra poeta pinta, definitivamente: si en la primera sección, por los nombres de los pigmentos sabíamos que estábamos frente a una pintora, aquí lo conformamos plenamente. La poeta mira sus alas dobladas como un gabán, sobre una silla, y mira la vida por la ventana, siente el frío de esos grises y los azules de ese frío: pinceladas vivas y naranjas describen a un sol, rey Sol —siempre con mayúscula —que preside la vida. Es él quien da calor al rostro de la pintora-poeta.
Y mayor confirmación: las lágrimas de la protagonista son de dura cornalina, en tanto la flama de los cirios ilumina el fresco del Día de Muertos. Además, la poeta recuerda otra vida, donde inició el pintar lienzos o muros: una naturaleza viva digital (sus dígitos, sus dedos arcaicos) trazando al bisonte que aún parece acechar, al movimiento tenue de la fogata dentro de la cueva.
Y en bermellón, una variación de la bella Ophelia: exhumada, trae consigo un fajo de poemas acribillados por los gusanos, recuerdo de la escritura como continuación de una vida a otra, del origen de ser poeta.
Recordar (volver a pasar por el corazón) y menstrual testimonio en hemoglobina: el río de las deidades ancestrales que fluye, fluyó y seguirá fluyendo. “Consultamos con la Luna y nos soñamos”. (Luna, como Sol, con mayúscula).
Y en su acción de miniar, la poeta dibuja no solo a la ciudad y a sus fantasmas, sino a sí misma mirándose crecer en ese orbe. ¡Y qué estampa la del miura a las cinco de la tarde!: ni héroe, ni vencedor, ni gloria, ni nada, pero faena en rojo brillante, mientras recuerda vivir al morder el rojo frío, y vivo vibrante.
Y en el rojo no podía faltar el tezontle poroso, a través del cual se le filtra el tiempo a la pintora que, con la grana cochinilla vuela como el águila sobre la Gran Tenochtitlán, mira los ríos envenenados de la ciudad, entubados; pinta las tunas y encuentra los cuerpos de aquellos cuyos cuerpos fluyen por el agua prisionera.
(Incluso en el barniz resuenan voces; y caput mortuum, guinda, esa imagen donde la poeta nunca termina de limpiar-la). La rodopsina sirve, entonces, para regresar al eterno problema de pintores y poetas: “Percibo acaso / los esbozos / de un algún esbozo”. Ahí, escribe-pinta-imagina nuestra poeta, pudo haber iniciado (¿o inició?) la vida.
Y de la vida pasa al livor que anuncia la muerte, con sus alas en el cuarto de baño sobre un charco obscuro: pinta la amenaza del puño que todo lo convierte en cárdeno. Y en otra pandemia, hace más de un siglo —1918, para ser exactos— mira para pintar su muerte, la de la legión de cien millones.
¿Solferino o magenta? ¿Qué color para pintar la lucha fratricida? “El cielo violado en nuestra sangre”. Y violeta de cobalto para el lienzo donde quedan, un 25 de marzo, las costureras de El Triángulo, una de ellas pidiendo por todas, alas como las de la poeta. (Y en contraste, una meditación en edo-murasaki: como un haikú, recuerdo por la tarde).
Para estampar al ejército de diez mil hombres, donde un flechador parece mirarla, la poeta-pintora ha elegido el púrpura de Han. Y en violeta, las jacarandas del amor que se creía prohibido, y perdura, no solo en el recuerdo.
Ahora, con una túnica que la hace lucir hermosa, la poeta me hace pensar, quizás ociosamente, si aquella prenda está teñida con caracol púrpura pansa, y por ello pinta montañas y montañas de caracoles arruinados.
Pero la poeta ha llegado a la sabiduría, por lo que pinta en la página 98: “Callo. / Atesoro mi silencio”.
Un mundo de palabras y silencios coloridos
Aquí debo decir que el libro de Iliana Rodríguez es una exposición, un gran fresco, una serie de pinturas que el lector ve al leer cada poema. Entonces, Músorgski podría haber hecho otra obra si hubiera conocido este libro-exposición.
En esta exposición, ahora, dejo el reino de los balajes y entro en el de los azules, donde, por supuesto descuella el añil, pero destaca también el azul maya, y el índigo, el de los pantalones vaqueros también llamados blue jeans, los cuales nos llevan a una sección de las pinturas donde lo deslavado ilumina, pero, ante todo, el cielo se desborda.
Pero también donde —aparentemente— ya no es posible la poesía (leo en cianosis): “una mancha de silencio azul”.
Para estas alturas de la lectura, ya tengo ojos y manos entintados, ya tengo la blusa de pintor manchada y los ojos de lector iluminados. Y la poeta pinta, entonces, lo que ya sabíamos, pero no habíamos visto: nuestro planeta agua no es tierra, es un planeta azul (y su voz se llenará del color de los abismos). Pronto entonces, bajo el axis mundis, la naturaleza muerta revive: lo pintado vive en palabras que lo harán perdurar.
Con la Isis azulada, la pintora poeta se convierte en la de los mil nombres, la de muchos nombres que siempre clama, la que bajo sus alas quiere proteger al mundo.
Entonces, en el verde, la pintora-poeta recuerda que, si se queda inmóvil, sus pies echarán raíces en la tierra y ya nunca podrá salir. Y ahora, no solo pinta, sino que camina sobre lo pintado.
(También entre el ajenjo finisecular se descubre en la sinople, o en esa imagen suya que no es hada, pero gasta sus alas).
El verde da a la autora la oportunidad de, convertida en árbol nuevamente, desplegar sus ramas y volar. Y el mismo color le sirve para mirar en el espejo interno y encontrar lo que ha buscado.
Y ¿quién lo diría?: “arsénico, / verdín de muerte, / verdugo, hiedra de mi locura”. Y la envidia, verde, ofrece un brindis con champán. En ese color escuchamos la fragancia de la tarde. La poeta sabe que todo terminará. Es la ardiente conciencia de quien visiones tiene. Entonces reza al recuperar las figuras de su vieja casa: “Y cuando las ráfagas soplen, / cuando la lluvia arrase, / que no se hundan / en mareas / de tinta sepia.”
Y me detengo aquí: la poética de la pintora en yuglón: “Escribo. / Las letras se ligan, / nervaduras, / vasos comunicantes / de humores. / Tejidos, / textos”.
Y en la página 166, en la de los pigmentos negros, encuentro a Coyolxauhqui: “me rompo los huesos. / Cada miembro se separa. / Yazgo sobre el humus, / sobre pirámides, / neja”.
Ya casi para despertar, la poeta pinta la blancura que azora, que extermina: “Hoy encuentro este muro / en cal / apagada: / me aniquila”.
Entonces despertamos con ella, aún con los efectos de la embriaguez de los colores, de esa fiesta interminable, quizás en la India.
Iliana Rodríguez, en estos Pigmentos…, ha unido la visión (base de toda poesía), la palabra justa y la pintura en su origen, incluidos, por supuesto, sus pigmentos. El suyo es un libro delicado y delicioso, portentoso, de una luminosidad que hermana el sueño, los colores y la poesía.
Al final, recuerdo lo visto por la poeta, lo que le ha permitido la luz: “Tremolamos: / flamas de tela / mortal.” Si Jorge Manrique hubiera sido marinero como nuestra poeta, así lo hubiera dicho, en lugar de “Nuestras vidas son los ríos…”
Después de haber descubierto la visión, la poeta nos dice ahora que lo visto eran delirios. Sea como sea, aquello que la ataba al dolor, a un sufrimiento, se quedó en un baúl que se hunde, que se pierde, y ella despierta y, mariposa de oro, vuela en la tibieza de la tarde.
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Texto leído en la presentación del libro Pigmentos para la melancolía, de Iliana Rodríguez. Café con Letras, Puebla, Puebla, 13 de julio de 2023.
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